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lunes, 27 de septiembre de 2010

Narrativa Colombiana Siglo XX- Opio en Las Nubes

OPIO EN LAS NUBES
Rafael Chaparro Madiedo
Premio Nacional Novela, 1992
Colcultura, Santafé de Bogotá, 1992, 196 págs.
P uede ser casualidad, pero en Colombia las novelas sobre géneros musicales (la balada, el tango, la ranchera, el rock, la salsa); sobre figuras de la canción popular (Celia Cruz) y sobre o carnavalesco (el baile, las fiestas, la vida nocturna) han resultado especialmente afortunadas en materia de premios y concursos. Manuel Mejía Vallejo, por ejemplo, se ganó en 1973 el premio Vivencias con Aire de tango; en 1979 Umberto Valverde obtuvo el primer puesto de la Bienal de Novela Colombiana con Celia Cruz Reina Rumbo. En 1980 Magil obtuvo el Plaza y Janés con Conciertos del desconcierto, y en 1983 David Sánchez Juliao ganó el mismo certamen con su novela Pero sigo siendo el rey. A esa larga lista podemos añadir Opio en las nubes, de Rafael Chaparro Madiedo, Premio Nacional de Novela en 1992.
Puede ser casualidad. Sin embargo, en el género hay un factor que a veces confunde al jurado y lo decide por obras cuya modernidad es ilusoria. Me refiero a la identificación espontánea entre la música en boga y la vanguardia ideológica o entre la cultura popular y el rescate de las tradiciones locales (algunos las llamarían “identidad nacional”). Si un autor habla sobre rock se deduce de inmediato que su narrativa es moderna; no sólo porque el rock es un género que utiliza una gigantesca parafernalia tecnológica y les fascina a los jóvenes, sino también porque, a diferencia de las demás tradiciones de música popular, está en todos los rincones del planeta, y no sólo en aquellos donde el capitalismo les suele cobrar su peaje a todas las artes. Si, por el contrario, el autor habla no de ritmos foráneos sino de aires vernáculos, se piensa que su narrativa es autóctona (y por lo tanto contribuye a forjar un sentido de lo propio y a rechazar las penetraciones culturales extranjeras). En ambos casos se trata de legitimar un género acudiendo a un proyecto relacionado indirecta o ancilarmente con las obras. Tal vez por eso muchísimas novelas sobre música popular o sobre figuras legendarias de la canción envejecen con abrumadora facilidad; unos años después, se leen con el mismo azoro que produce oír en programas especializados un repaso de los hits bailables en junio y diciembre.
Opio en las nubes responde de una forma oblicua al primer punto. No es tanto una novela sobre el rock como sobre los efectos que ha ocasionado en la cultura moderna. Esta frase es un poco ambigua, por lo que me gustaría precisarla. Seria una injusticia reducir ese vasto fenómeno del rock a una sola cosa; sin embargo, uno podría decir que en cuanto ideología el rock ha producido unos tipos sociales específicos, una estética e incluso una ética particulares. Es una imagen definida, que se advierte en el unisexualismo, el lenguaje, los hábitos alimentarios, los gadgets, los obtactos, las drogas, la postermanía, el artesanado o las doctrinas del amor libre y el Turn on-Tune in-Drop O ut (Conéctate¬Sintoniza-Abandona). La novela de Chaparro sintetiza todo ese conjunto; hubiera sido imposible escribirla sin las canciones de Jimi Hendrix, The Cure, Bob Marley, los Rolling Stones, U2, etc.; sin el hippismo, Woodstock, los fanzines, la psicodelia, el amor libre y de nuevo un largo etcétera. Chaparro cita fragmentos de canciones (Wíld Thing, de Jimi Hendrix —aunque podría ser la versión de John Bon Jovi); emplea muletillas lingüísticas del Flower Power criollo (trip, pero qué cosa tan seria, así no se puede), adjetiva y titula con espíritu vanguardista (los capítulos se llaman “Ambulancia con whisky”, “DC-3 Espinacas de Mayo”, “Los días olían a diesel con durazno”) o acude a un tipo de percepción que podríamos llamar “alucinógena”. En efecto, los principales recursos de la novela son la construcción de los párrafos con base en un formato de balada y la mezcla psicodélica de los datos sensoriales.
Cuando hablo de balada no pienso en las canciones que agrupamos con ese nombre, ni en el género poético medieval; utilizo el término en un sentido más bien metafórico y entendiendo con él una serie de “estrofas» en las que se intercala un estribillo. Chaparro adapta esa forma y la traslada a la narración en primera persona de Opio en las nubes. Veamos un ejemplo: “Sven sale con una toalla enrollada recoge su ropa desde allá abajo le grita a Amarilla que es una muñeca muy salvaje como a él le gustan trip trip trip [.1 y entonces Amarilla dice un momento muñecos hoy no quiero enredos Don’t leave me now trip trip trip [...] Amarilla dice que los sábados son los días de los gatos, de los caballos y de los muer¬tos. Mierda, qué cosa tan seria. La ciudad entera está muerta trip trip trip” (págs. 16-18).
La “estrofa” sería, en este ejemplo, la narración continua, y el “estribillo” la repetición al comienzo, en la mitad o al final de los párrafos de “trip trip trip”. (En la balada antigua el estribillo podía constar de dos versos consecutivos o bien situados uno en el medio y el otro al final de la estrofa). Cada vez que en Opio en las nubes se cambia el narrador, a éste lo podemos distinguir porque inmiscuye en el curso de su narración la figura de un coro de dos o tres líneas. (Mas, por ejemplo, está obsesionado con que Gary será en su próxima reencarnación un pastor de cebras en Zimbabue y que pasará todos los días observando su manada de cebras blancas y negras mientras come cerezas salvajes).
Aunque parezca increíble, la palabra psicodelia no figura ni en el diccionario de la Real Academia de la Lengua ni el de Maria Moliner. El Larousse admite un modesto psicodélico y lo define como “el conjunto de sensaciones provocadas por la ingestión de alucinógenos”. En La década prodigiosa son un poco más explícitos y añaden que los lisérgicos excitan la perceptividad, las sensaciones fisicocerebrales, la fertilidad creativa y la introspección de la conciencia individual. Aunque la definición del Larousse es correcta, y los efectos señalados por Corazón y Sempere también, conviene agregar que a la psicodelia, al “estado de máxima receptividad”, también se puede llegar por el ayuno, como los eremitas, o por la dieta macrobiótica y el alcohol.
En el plano lingüístico, la psicodelia es una proliferación sinestésica en el lenguaje. O, de modo más sencillo, es la aplicación de verbos “incorrectos” a un predicado. Así, yo puedo afirmar que el cielo me sabe a mermelada aunque en un sentido estricto el cielo carezca de sabor (se diría más bien que huele a mermelada). Este es el procedimiento gramatical más utilizado en Opio en las nubes. Los narradores —un gato (Pink Tomate), un hippy (Sven), un asesino condenado a la silla eléctrica (Gary Gilmour) y el hijo de una exconvicta (Max)— hacen, debido a la continua ingestión de vodka, a las dietas inverosímiles (sopa de minestrone, una mogolla y café negro) y al consumo industrial de mariguana, cocaína, bazuco, etc., etc., una constante mezcla y confusión de los datos sensoriales. Por eso, no resulta extraño que Sven hable de “ese perfume que sabía a doce de la noche, a mírame preciosa antes de que me muera” (pág. 20), o que Gary Gilmour repita “me pareció que olías un poco a paloma, a boys don’t cry, un poco a mañana de miércoles” (pág. 91). Lo psicodélico, en este caso, consiste en atribuir sabor a un concepto temporal (las doce de la noche) que en un sentido “lógico” no lo tiene. Los dos ejemplos citados no por azar corresponden a situaciones olfativas. De hecho, el órgano más utilizado en las 196 páginas de Opio en las nubes es la nariz. A los narradores de la novela el mundo les llega, de preferencia, por los aromas; de ahí que se reitere casi en cada página el olor de la mañana, de la noche, del mar, etc.
Esta psicodelia verbal se acompaña de dos recursos adicionales: las listas heteróclitas y las enumeraciones. En cierto modo es una prolongación del recurso a la sinestesia en el lenguaje, pues, como han verificado algunos lingüistas, los sujetos bajo la influencia de una droga o de cantidades inmoderadas de alcohol prefieren, para describir sus visiones, los inventarios de objetos o de acciones cuyo denominador común es el caos. Chaparro propicia ambas formas; y ello obedece no sólo a que sus personajes padecen las deformaciones visuales y auditivas que ocasionan las drogas, el hambre y el alcohol, sino a que su prosa abusa del asindeton y de la elipsis gramatical. Chaparro no enlaza las frases con ningún tipo de conjunción; en vez de ello, prefiere las oraciones separadas entre puntos o las oraciones en que se han suprimido cualquier signo de puntuación. Eso le da, sin duda, mucho ritmo al conjunto general de la obra, pero también la precipita en el absurdo enumerativo: “Las mañanas se filtraban en los cuerpos lentamente como inyecciones, pequeñas inyecciones de algodón, inyecciones de sueños plenos de arena, whisky, sangre, sudor, lágrimas, tetas, culos y humos. Pensar, tomar, fumar. Levantarse. Acostarse. La sangre. El whisky. La luz. El humo. Los días. Sus mejores días...” (págs. 26-27).
De una obra así, como es lógico, no puede esperarse ninguna clase de realismo. En Opio en las nubes, Gary Gilmour muere en la silla eléctrica y dos capítulos después resucita para encontrarse con Max, su antiguo compañero de la prisión, en un bar llamado El Café del Capitán Nirvana; acto seguido, después de una serie de incidentes confusos, se suicida ahogándose en el mar; Marcianita, una suerte de puta rockera, sólo “puede hacer el amor en los baños frente a los espejos mientras escribe (con labial rojo) poemas en el cristal”; Sven y Amarilla se van a la pista de un aeropuerto para hacer el amor mientras los aviones les pasan por encima.
Lo que irrita al lector en esta serie de incidentes no es la falta de verosimilitud, el tono juvenil ni el espíritu vanguardista, sino su gratuidad en el conjunto de la novela. Son episodios que carecen de cualquier función; parecería que el autor los acumula con el único propósito de enmudecer a los lectores, en una pueril búsqueda de situaciones extrañas, falsamente poéticas o inocentemente modernistas.
Igual sucede con la estructura baladesca y la obsesión olfativa. No tengo dificultades para reconocer que una de las virtudes de Chaparro —pero también uno de sus principales defectos— es que se haya planteado la musicalidad de la novela no como un problema de contenido, sino como un interrogante para el lenguaje y la estructura. Deliberados o no, la elección de un formato de balada y el asíndeton constante de su lenguaje señalan que deseaba eludir eso que un director francés llamó “música de amoblamiento” (el vicio de utilizar la banda sonora de las películas como si fuera parte del decorado). La observación puede adaptarse al contexto de la narrativa y decir que si muchas novelas sobre géneros musicales y cantantes legendarios envejecen con tan pródiga facilidad es porque no integran la música, la sonoridad, la riqueza fonética al lenguaje y al tejido de las obras. Chaparro eludió ese problema, pero para caer en uno mayor: la monotonía. La reiteración constante de estribillos como trip trip trip o “qué cosa tan seria’, además de ser un recurso lingüístico primitivo (quien no domina su lenguaje enumera), como estrategia identificatoria del personaje resulta sumamente pobre y plana.
Podría pensarse que Chaparro no quiso escribir una novela compleja desde el punto de vista estructural; y alguien incluso me ha sugerido que el efecto que la enumeraciones y el asíndenton producen puede compararse al de la música de “trance” de algunos compositores contemporáneos, como Philip Glass o Steve Reich. Sin embargo, hay un problema, y es que la narrativa, lo mismo que la poesía, por muy musicales que sean, no son música. Lo que nos exalta en un canon religioso cantado por monjes o en la “música de la nueva era”, nos abate en la prosa y en la poesía: estamos demasiado acostumbrados a la vasta combinatoria en el arsenal del lenguaje. Cuando las elecciones de estilo permanecen inmutables —en un poema o en una novela— perdemos interés.
Por otra parte, uno esperaría que cuando un autor le concede tanta importancia, como se la concede Chaparro, a los datos sensoriales del gusto y el olfato, es para revelarnos la riqueza del órgano, para distinguir matices, giros, sensaciones de las cuales no sabíamos nada. Chaparro no lo ha querido así. Las infinitas enumeraciones olfativas de Opio en las nubes se limitan a ser catálogos cuya finalidad no es agudizar el conocimiento de los sentidos sino despertar el pasmo del lector. Chaparro dice: “Sintió que el aire olía a brandy, que Dios había regado brandy con begonias sobre las nubes, sobre los árboles, sobre su cuerpo lleno de pecas” (pág. 140) y la conjunción de “brandy” y “begonias”nos resulta inesperada, incluso podría ser poética; sin embargo, después de haber atravesado 140 páginas en que esa combinatoria surrealista se utiliza hasta el cansancio, uno se convence de que en este punto, como en el anterior, lo que agota y dilapida el interés no es más que la sobre explotación de un recurso literario.
Lo melancólico, sin embargo, es que autores como Chaparro, vanguardistas y reacios a pensar en su propio ejercicio, carecen de ironía y, por lo tanto, de perspectiva histórica. Durante la presentación de la novela, Chaparro dijo que la literatura es “un botellazo de whisky en la cabeza, un corrientazo de energía en las pelotas, una cuchillada en la madrugada”, etc., etc. Este vitalismo lo conduce —a él y a los autores que siguen la doctrina— a repetir gestos que unos años antes tuvieron sentido, pero que hoy pasan por ignorancia o por adolescencia. En 1930, Eduardo Zalamea Borda tuvo la idea de escribir una crónica sobre la Guajira que se tituló “4 años a bordo de mí mismo (memorias de Uchí Siechi Kuhmare)”. Fue publicada en El Espectador, entre el 10 de mayo y el 5 de junio de 1930. Esa crónica, que ocupaba la totalidad de la página 4, venía acompañada de hermosas fotografías y manifestaba el deseo constante de mantener la atención del público: “La ciudad de las 125.000 mujeres y los 1.500 automóviles”, “Un capitulo extraordinario y matemático como un vuelo de submarinos”, se titulaban, por ejemplo, algunas de las entregas. Eran los años de la vanguardia y la modernización industrial en Colombia. Por eso, el gesto tenía sentido; no sólo era el saludo del autor a nuevas fuerzas sociales sino la condena de la literatura tradicional y la retórica que dominaba a la generación del Centenario. Sesenta y dos años después, cuando la ironía es la ley del mundo, repetir con la misma juventud el gesto no parece posible. La novela de Chaparro es adolescente pero en un sentido negativo: carece de todas las virtudes de la juventud, pero tiene casi todos sus defectos: la gravedad, la ausencia de humor, el vitalismo, la ignorancia. Este último aspecto es revelador en todo sentido, porque sin proponérselo Chaparro ha calcado, punto por punto, lo que desde el siglo XIX se conoce como novela de artista.
Esta reseña comenzaba enfatizando la modernidad ilusoria de las novelas musicales y los factores que confunden al jurado. En una cultura impregnada de neorromanticismo, en la que se propugna la vuelta a los aspectos más superficiales de la contracultura de los años sesenta, no hay que pensar mucho para saber por qué Opio en las nubes ganó el corazón de los jurados.
MARIO JURSICH DURÁN

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